El murió una fría tarde de agosto, era un domingo y el cielo estaba tan gris como su mirada. Yo no pude ni ir a despedirlo, simplemente no tenía fuerzas. Tal vez las gaste todas en ese último picado de futbol que compartimos horas antes, capaz y de tanto reírme de sus bromas con los muchachos. Y es que él era así, era un rayo de sol en días nublados, una sonrisa asegurada en tiempos de lágrimas pero sobre todo un hermano que estuvo siempre y que siempre sigue estando.
Porque a pesar que no lo tenga enfrente, yo lo siento conmigo. Una palmada en la espalda cada tanto, un chiste bien recordado que siempre me saca una risa. Sus “dale apúrate” que ahora ya no me apuran pero que me dan fuerzas para llegar a hora a todos lados. Si había algo que siempre me reclamaba era mi relación tan turbia con la puntualidad, por lo menos tengo la certeza que ahora se meara de la risa al ver las cosas que hago para llegar a hora a todos lados. Tanto que estoy seguro de que cada lluvia es por su culpa.
Yo se que siempre odio que escriba mis famosas cartas para decir cosas que serian mejor decirlas de frente. Aunque sé que le gusto la idea cuando lo ayude a escribir aquella para Claudita y pensar que era un plagio garabateado de un disco de Enanitos que le gane en una apuesta en aquellas mágicas carreras de bici que nos mandábamos.
Pero como lastimosamente no te voy a tener enfrente hasta que Dios así lo decida, nada mas quiero decirte que te extraño. Que no hay alegría mía que no sea tuya, así como no tengo tristezas en la que no siento tu mano en la espalda como en los viejos tiempos. En cada asado siempre tenes tu silla, estas en la cabecera como de costumbre. Y si… tenemos pendiente las mochilas cansadas. Ya llegara el día en que vamos a partir a quien sabe dónde, quien sabe cómo para volver quien sabe cuando.
Yo mientras tanto te extraño un poco todos los días.